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Marty McFly en la universidad 2.0. (1a parte)

Quien escribe esto acabó la licenciatura en 2002, cuando Internet servía para bajarse canciones con el Napster. Luego se especializó en el extranjero; concretamente en Italia; más concretamente en una institución que sigue una división de materias académicas instaurada, creo, en el siglo XIX: hay una clase de letras y una de ciencias. En la primera reinan la historia y la filosofía, seguidas de filología, historia del arte, arqueología y poco más. En la segunda las dueñas son la física y las matemáticas. Hay algún despistado que se hace químico o biólogo, pero son minoría. Se usa el e-mail para comunicarse con los alumnos y algunos eventos se suben en vídeo a la web de la Escuela. Ya.

Cómo molaba el Delorean

Con esto quiero decir que al regresar el año pasado a la universidad española me he sentido bastante desconcertado: era lo mismo pero todo había cambiado. Un poco como Marty McFly en Regreso al Futuro II (por cierto, una peli que muestra que el pasado puede resultar tan desconcertante como el futuro, por ignotos. El carácter epatante de la historia está ahí, ya lo comentaremos otro día). Marty McFly, digo. Algunos detalles de la nueva realidad universitaria me han parecido significativos, así que los voy a compartir para deleite del (todavía inexistente) público de este blog. Dedicaré este post al último que he advertido, que es, atención, que

Nadie se sabe el nombre de las asignaturas

O tal vez sí, pero no lo dicen. Tal vez porque son nombres muy largos, lo cual es cierto: resulta más cómodo decir «SAG040» que «nuevos medios para la divulgación científica». Aún así, que se cambie el nombre de la asignatura por un número me resulta inquietante (además de dejarme en ocasiones tan perdido como Marty cuando ve los monopatines flotantes, porque yo no he prestado atención al numerito y no sé de qué me habla la gente). Pero tal vez debería reformular el tema:

Nadie llama a la asignatura por su nombre

Mi pregunta es: ¿esto se debe única y exclusivamente a un criterio de comodidad? Puede, pero es como si a mí la gente por comodidad me llamara «eh tú» o «chaval»: la situación se resolvería en una pérdida inmediata de dignidad. Lo mismo le ocurre a los «nuevos medios para la divulgación científica»: el curso queda reducido a un número y, con ello, «despersonalizado». Cuando estudiaba filosofía, hace ya demasiado, teníamos «ética», «teoría del conocimiento», «antropología filosófica», y así hasta llenar 300 créditos que en el expediente académico se traducían en una lista de asignaturas, no de números. Y esto parecerá una tontería, pero llamarlas por su nombre les daba una entidad: dotaba a las asignaturas de una solidez que no tienen las actuales.

Esa solidez se transfería a los contenidos: ética era ética, joder, y a nadie se le ocurría decir «ah sí, la troncal número 3 del segundo semestre». Para el Marty McFly que ahora va a la universidad, que a las asignaturas no se les conceda el honor de usar su nombre le parece relativizar sus contenidos: no ya menospreciarlos, que tampoco es eso, sino quitarles solidez, volverlos fácilmente intercambiables: «ah sí, esto ya lo hemos visto en la SAG030, de hecho va un poco de lo mismo»; «¿hay aquí alumnos de la SAG041? porque tal vez les suene»; «los de la SAG036 podrían también venir mañana a la SAG037 que les servirá».

Conclusión: sustituir el nombre de la asignatura por un número supone mermar la solidez de sus contenidos, al menos en la percepción que los demás tienen de ellos.

— Un momento, usted nos la está colando, porque compara estudios como los de filosofía, con una tradición centenaria, con nuevas disciplinas como el periodismo digital, que están adquiriendo solidez ahora mismo como quien dice.

Pues tiene razón, pero es que tampoco puedo hacer otra cosa. Supongo que en la Facultad de Filosofía todavía hoy a la asignatura de ética se la llamará ética, aunque no estoy muy seguro porque mis recuerdos son de una licenciatura, ente ya extinto de cualquier plan de estudios. Supongo que aquí se revela el problema de fondo, que es el Plan de Bolonia, pero no voy a pontificar contra él como si éste fuera un blog serio, porque además no sé cómo ha afectado exactamente a los nombres de las asignaturas. Sólo creo que la multiplicación de asignaturas que, presumo, está invadiendo todos los estudios universitarios (no sólo los más novedosos), se traduce en una multiplicación de nombres que los vuelve más complejos y difíciles de recordar, lo que  juega a favor de la despersonalización de esos estudios, sean los que sean.

Cuando los nombres se vuelven números, o cambian de un año para otro, o desaparecen y reaparecen de nuevo, o se fusionan, lo que esos nombres representan cambia con ellos: el conocimiento se diluye, se vuelve líquido para poder adoptar las diversas formas que el continente del nombre le quiera dar. Que conste que no he leído a Zygmunt Bauman, pero el caudal de la metáfora es poderoso y me parece que su curso pasa por aquí: la modernidad líquida bien podría resolverse en sistemas de estudios líquidos, que quitan peso a los nombres de las asignaturas y vuelven sus contenidos cada vez más etéreos e intercambiables.

Bauman fumándose una señora pipa

De hecho, ahora que lo pienso todavía no he asistido a una clase pesada. Ojo, no confundir con aburrida: me refiero a «pesada» en el pleno sentido de la palabra (un power point, por poner un ejemplo, puede ser aburrido pero nunca pesado). Hablo de una clase que sea consciente de la enorme cantidad de conocimientos que comprende y haga sentir al alumno el peso de todo ese saber desconocido, que lo aturda, lo maree, le dé vértigo, le haga sentir exhausto sólo con pensar en todo lo que le asoma a la cabeza y no comprende, o no conoce ni llegará a conocer. Ojo, no digo que esto sea bueno ni que haya que ser pesados. Digo que esto cada vez sucederá menos, y no será sólo por la mejora de la calidad en los programas de enseñanza.

¿Todo esto por un detalle, por un nombre? Pues sí. Llámenme nominalista, al final de la rosa sólo nos queda el nombre.

Y en unos años ni eso.